La encrucijada diaria de un panadero en Soyapango

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La encrucijada diaria de un panadero en Soyapango

Jaime es un panadero que trata de sacar adelante a su familia con su micro empresa. Sin embargo, hay obstáculos que le impiden desarrollar su negocio, como el peligro eminente de los grupos criminales que custodian la zona donde vive.

Jaime vendiéndole pan a una trabajadora de la Unidad de Salud de Reparto Guadalupe. Fotografía por Alonso Martínez.

Por: Alonso Martínez

Eran las cinco de la mañana, el aire aún continuaba frío, el cielo seguía oscuro, Jaime despertó tras haber dormido solo cuatro horas. El día anterior fue largo, como todos los demás. Siempre empieza la jornada desde temprano y la termina hasta muy tarde, pasada la madruga, hasta que las últimas rebanadas de pan están fuera del horno. “Todo lo hago por mi familia al fin y al cabo”, expresó Jaime con una mirada de cansancio.

Jaime Ortiz es un humilde panadero. Solo cuenta con un pequeño horno, para nada industrial. Su zona trabajo es su propia cocina, una habitación, de apenas unos diez metros cuadrados, completamente desordena y con utensilios de panadería. “Perdón, por el desvergue”, son las palabras que siempre dice al recibir un invitado en su santuario laboral. Tras darme la bienvenida, me ofreció uno de sus famosos croissants y una taza de café instantáneo.

“Tío Jaime”, como es conocido por mucho de sus clientes, es uno más de los cientos de miles de salvadoreños que trabajan en el sector informal. Según las cifras de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples (EHPM), para el 2019 en el país alrededor de 760,961 personas laboran en la informalidad, un aumento de 10,324 con respecto al año anterior. Además, para la familia de Ortiz, esta micro empresa de panadería proporciona el único ingreso económico estable.

A ese punto, tras darme la bienvenida a su casa, el reloj ya apuntaba las cinco de la mañana con treinta minutos. “Bueno, tengo que prepara el pan”, dijo. Limpió la mesa que aún estaba llena de harina y trozos de masa de la noche anterior. En ésta colocó los panes croissants y con un cuchillo de sierra abrió cada uno. Luego los preparó, colocando dentro de ellos lechuga, jamón, tomate y una mezcla, que no quiso revelar, de aderezo. Fácilmente se tomó una hora preparando alrededor de sesenta panes.

“Esto es un trabajo vergueado, pero así toca y de aquí falta para que termine”. Normalmente sus hijos se encargan de ayudarlo por las noches, y en ocasiones los mayores le ayudaban por las mañanas; sin embargo, últimamente, debido a las clases y evaluaciones virtuales, estos no le pueden asistir, explica Jaime. “Yo no los obligo a que me ayuden, porque sé que los estudios son mucho más importantes para ellos”.

Tras haber terminado con los croissants, se dispuso a guardar toda la variedad de pan dulce en bolsas pláticas y posteriormente los colocó en diversas canastas. Alrededor ya de las siete de la mañana, ubicó todo el producto dentro de su pequeño microbús blanco, con el que sale por todo Soyapango a vender. “De primero vamos a ir acá a la colonia y de aquí al mediodía no paramos”, dijo Jaime mientras encendía el motor del vehículo.

Jaime preparando el pan antes de salir a vender. Fotografía por Alonso Martínez.

Un estilo de trabajo que impide crecer

Jaime empezó su recorrido casi a las siete con treinta de la mañana. Primero se dirigió a la casa de clientes de confianza, personas que viven en la Colonia Santos I, en el municipio de Soyapango. Sin embargo, la ruta para llegar a estos lugares era peculiar, parecía que cruzaba por calles sin sentido, como si estuviese perdido y no conociese adónde se dirigía.

Después de haber recorrido por un camino serpenteante y casi laberintico por pasajes y cruz calles dentro de la misma colonia, Jaime me explicó la razón de esto. “Yo me voy por esas partes para evitar, va; ya sabés que por eso lugares hay un montón de esos bichos que se ponen en los postes”. Ortiz se refería a las conocidas como “zonas rojas”, ciertas áreas controladas por grupos criminales.

Las pandillas en El Salvador han llegado hasta tal punto de ser una amenaza casi omnipresente en el territorio. Según Crisis Group International, solamente la Mara Salvatrucha o MS-13 tiene presencia el 94% de los 262 municipios en el país. Dichos grupos criminales se han llegado a convertir en la autoridad de muchos vecindarios, donde ejercen un enorme control sobre la rutina diaria de los ciudadanos que habitan en áreas de alto riesgo, como donde vive Jaime.

Todos los días Ortiz debe evitar ciertas zonas para proteger su bienestar y el de su familia. Mientras seguía conduciendo, me mostraba apuntando con el dedo distintas calles. “Mirá para allá dentro, en esa comunidad, es de la otra mara, ahí es bien peligroso, no te vayas a meter nunca”, me decía con tono de seriedad y discreción. “Me dicen mis hijos que a veces quieren venir conmigo, pero me da miedo por lo mismo, va; más que ya están algo grandes”.

Tras haber recorrido un buen tramo y evitado muchos otros, Jaime llegó a su destino. Un pasaje, en este hay varias casas y un grupo de albañiles en la acera trabajando en lo que parece un nuevo portón para un domicilio. “¡Pancito, pan!”, grita Jaime para anunciar su presencia. Primero ofrece algo de pan dulce a los hombres que trabajan, pero estos lo rechazaron diciendo: “hoy no Jaimito, gracias”. Sin embargo, en muchas casas vecinas se asomaron varias personas dispuestas a comprar.

De una casa salió una mujer, quien llamó a Jaime con su mismo grito: “pancito, pan”. Él sonrió, la saludó y le preguntó si iba a querer pan. A lo que ella le respondió que sí. “Pero esperame”, dijo la mujer, y se metió de nuevo a su casa. Después de un minuto, ella salió nuevamente. Se acercó a Jaime, compró un poco de pan y le dijo: “mira ahí mismo va el dinero que te debía del baguet fiado de aquella vez”.

Tras esos esporádicos encuentros, Jaime regresó al microbús y emprendió nuevamente su viaje. En el camino me contó que esa mujer y muchos de sus clientes en esos pasajes son amigos y personas de confianza. “Mirá, por la situación no puedo venderle a cualquiera, a mara desconocida, porque después vienen esos majes y te quieren zampar hasta renta. Es por eso que yo no me he animado de poner un local fijo”.

Solamente para el 2016, según la Corporación de Exportadores de El Salvador (Coexport), al menos 1,500 empresas fueron cerradas debido a la alta cuota de extorciones. Los pequeños comerciantes, como Jaime son los más afectados, ya que son extorsionados y amenazados directamente, inclusive llegan a ser víctimas de asesinato o algún familiar sufre las consecuencias.

Jaime afirmó que, bajo el control de las pandillas, su pequeño negocio nunca crecerá. “Fijate que nada me costaría vender en otros pasajes y colonias, y tener más ingresos, pero por estos babosos, no se puede ni asomar uno, porque lo matan”. Él lo relataba con un tono de decepción. “Lastimosamente, no puedo darle más a mi familia por estos cerotes”. Después de esto, guardó silencio durante un largo tiempo.

Luego de haber visitado otros pasajes, sin mucho éxito de venta, Jaime retomó su camino. “Ahora vamos para el centro de Soya, ahí es donde vendo más”, dijo. Hasta ese instante, él solamente había logrado vender alrededor de 15 dólares. Aseguró que al final del día, tras haber visitado todos sus destinos ganaba 70 dólares; no obstante, sin tomar en cuenta el costo del material y la gasolina, además de otros gastos para mantener el negocio a flote. Al fin de mes, dice que llega a ganar cerca de 600 dólares, pero para criar a cuatro hijos no es suficiente, afirmó.

Según un diagnóstico realizado por la Universidad Superior de Economía y Negocios (ESEN), hay una brecha salarial entre los trabajadores del sector formal con los que laboran en el sector informal. Los primeros tienen salario promedio de 504 dólares, mientras que los segundos tienen ingresos promedio de 245 dólares al mes.

Antes de retomar el camino hacia el centro de Soyapango, Jaime realizó un par de paradas más. Primero en la casa comunal y en la Unidad de Salud del Reparto Guadalupe, luego al cementerio municipal, en todos estos lugares les vendió a los empleados. Cada una de las personas se acercó con confianza a Jaime, algunos incluso bromearon pesado con él. Me aseguró que así se ha ganado a los clientes.

Tras salir del cementerio municipal y antes de subir a su microbús, se le acercó un joven de camiseta deportiva. Ortiz solo sonrió y le dio una bolsa de pan dulce. Ambos se despidieron amistosamente y el joven le gritó: “Ey, va pues, Jaimito, te cuidas, Dios te bendiga”.  Luego Jaime aseguró que aquel hombre era un pandillero. “Él es marero, pero es medio tranquilo, es el que pone orden de aquí (cementerio municipal) al mercado”.

Un personaje reconocido en Soyapango

El sol ya estaba en lo más alto del cielo, el calor era abrazador, el tráfico en el centro de la ciudad era lento, un día normal en Soyapango. Jaime tardó casi treinta minutos en llegar a la alcaldía debido al tráfico. Sin embargo, las ventas no cesaban, cada vez que se acercaba más a las oficinas municipales, muchas personas detenían el microbús para comprar un poco de pan dulce antes del almuerzo.

Ya era después del mediodía cuando Jaime logró llegar a la alcaldía. Para conseguir un espacio en el estacionamiento, le regaló un poco de pan al vigilante, que, por supuesto, ya conocía. “Ya te había dicho que aquí todos me conocen. Ya aquí saco mis ganancias, pero ya viste todo lo que tuve que gastar para venir acá. Lo ideal sería tener mi tiendita, pero no se puede”, afirmó Jaime.

Una vez ya dentro del ayuntamiento de Soyapango, Jaime se volvió el centro de todas la miradas y saludos. No había empelado municipal que no se detuviera a saludarlo. Todo el mundo se refería a él como “Jaimito, Jaimuca, Tío Jaime” e incluso se referían a él con su frase para llamar a los clientes “Pancito Pan”.

En pocos minutos, logró vender la mayoría de su producto. Él entraba a ofrecer pan en cada oficina de la alcaldía, mientras los empleados almorzaban en sus escritorios. La canasta de pan se acabó. A parte de las ganancias por la venta, Jaime recibía dinero de personas que tenían deudas con él; por otro lado, otras tomaron pan con la promesa de pagarlo después. “A veces esa gente no paga, pero en ocasiones es la única forma de seguir vendiendo aquí”, señaló Ortiz.

Tras acabar la venta, casi alrededor de la una de la tarde, Jaime se dispuso a guardar sus canastas e irse de la alcaldía. Regresó a su microbús blanco y retomó aquellos senderos laberinticos y serpenteantes de las colonias. Era hora de invertir en materia prima lo que había vendido, luego tendrá que regresar a casa y preparar el pan. La encrucijada termina y otro día vuelve a empezar.

Pan envuelto en bolsas plásticas listo para ser vendido. Fotografía por Alonso Martínez.