Dios te salve, patria sagrada

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La patria es entendida como un territorio con el que hay vínculos afectivos y una historia compartida, además de un entramado jurídico que protege al individuo. /Foto de Serafín Valencia.

Cada septiembre que recordamos la independencia de Centroamérica, ocurrida hace 197 años, infantes, adolescentes y jóvenes recitan en las escuelas la Oración a la Bandera, en un acto mecánico y vacío de significado para su tiempo. 

OPINIÓN

Por Serafín Valencia

Las juventudes caen en la cuenta de que su realidad no encaja con el bello poema creado por el médico y escritor migueleño David Joaquín Guzmán en 1916. Hablaré de las primeras tres estrofas de ese símbolo patrio salvadoreño.

La primera estrofa pone a la patria en la indiscutible condición de sagrada y la define como:

el aire que respiramos,

la tierra que nos sustenta,

la familia que amamos,

la libertad que nos defiende,

la religión que nos consuela”.

Aquí comienza el sinsentido, pues declarar que patria es “el aire que respiramos” es afirmar que la llevamos dentro como una energía vital, que nos oxigena, nos mantiene en pie, y nos da identidad y certeza de que pertenecemos a un espacio territorial que amamos y que nos protege, lo cual no termina de conectar con el sentimiento de la mayoría de nuestros jóvenes, porque no encuentran razones para ello.

La tierra que nos sustenta es lo que hoy llamamos “soberanía alimentaria”, una condición que perdimos hace décadas, cuando los empresarios abandonaron la agricultura, trasladaron sus capitales al comercio y los servicios, y construyeron centros comerciales, maquilas, call centers, etc. En esta situación, las presiones del consumismo confrontan con los desnutridos salarios de nuestros jóvenes, que no alcanzan para comprar lo que ven tras las vitrinas o en los estantes del supermercado. Las mentes conservadoras llamarán a eso “libertad”, pero no es la que nos defiende.

La familia que amamos. Una institución fundamental para la buena salud de la sociedad es la familia, pero la salvadoreña está enferma. Ha venido de crisis en crisis y con síntomas diversos, como la desintegración y las distintas violencias, hasta llegar a su máxima sintomatología: las pandillas. De la familia tradicional ya solo quedan vestigios y de la “nueva familia” nadie se hace cargo, ni siquiera “la religión que nos consuela” ha sido capaz de asumir su redefinición y conducción. Y el Estado, ni se diga.

La segunda estrofa nos habla de las bellas estampas de nuestra campiña:

Tú tienes nuestros hogares queridos,

fértiles campiñas,

ríos majestuosos,

soberbios volcanes,

apacibles lagos,

cielos de púrpura y oro.

Nuestros hogares queridos ya no son tales para los desplazados internos por la violencia, ni para los cientos que salen a diario con el Norte como rumbo, ante la carencia de una patria que los proteja y una tierra que los sustente. Estados Unidos y Europa albergan ahora la tercera parte de esos hogares, con familias seccionadas.

Y ¿qué decir de nuestras fértiles campiñas?, donde en vez de doradas espigas brotan con rapidez los mantos de concreto estéril y los techos de una desordenada “urbanización”, cuyo objetivo no es la garantía del derecho a la vivienda sino la capacidad de compra que nos impone el mercado. Aunque la campiña siga fértil en algunas zonas, ya no hay quien la haga parir. Las juventudes ya no sienten tanto amor por ella.

Los ríos majestuosos y apacibles lagos que vio David J. Guzmán ahora están tísicos, contaminados por la industria de los químicos, los plásticos y los efectos de la erosión. La arteria aorta de nuestro sistema hídrico (el río Lempa) está envenenada con arsénico y otros metales pesados, que nos matan lentamente a medida que nos tragamos sus aguas. El resto de ríos y riachuelos apenas reviven en los inviernos para limpiar la basura de sus riberas.

Los soberbios volcanes… Por suerte siguen en pie, pero poco a poco son invadidos para sembrar las mansiones de los más pudientes, de aquellos que en los mejores tiempos del café subieron a la Escalón y ahora ya van por sus cumbres. Quizás un día reclamen como suyos “los cielos de púrpura y oro”.

Y la tercera estrofa la dedica a la laboriosidad del salvadoreño, a su empeño por el trabajo:

En tus campos ondulan doradas espigas,

en tus talleres vibran los motores,

chisporrotean los yunques,

surgen las bellezas del arte.

Los vibrantes motores de la productividad del país fueron desmontados en los años 90 por los que se hacían llamar neoliberalistas, aquellos que prometieron el paraíso con los TLC´s, y dijeron que saldría más barato comprarle al Tío Sam lo que producía nuestra campiña, mientras los salvadoreños, principalmente las mujeres pobres, harían fortuna dejando los pulmones y la vida en las maquilas.

Los neoliberalitas eliminaron la base productiva que facilitaba el primer empleo a una juventud que no alcanzaba a ser absorbida por el mercado laboral formal. Ahora las juventudes no tienen noción de los oficios como forma alternativa de ocupación, ni el sistema formal alcanza a absorberlos. El horizonte es nebuloso para las juventudes actuales.

Entonces, ¿cómo creer que a los infantes, adolescentes y jóvenes les vibra el corazón cuando recitan la Oración a la Bandera? Muy símbolo patrio será, pero necesita resignificación.

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