Una visita a los albergues del sur de México nos llevó a un encuentro con el “abuelo”.
Durante mis días de estancia en México conocí varias historias de migrantes, una de las cuales narraré lo mejor posible, historias de aspirantes a un sueño, el sueño de vivir unos días más. Al final, migrar es un derecho, ¿o no?
Por Mario Menjivar
Tapachula está detrás de la frontera del Talismán en México. De clima caliente pero llena de gente amable. Es aquí, en Tapachula, que se encuentra el albergue Belén. En este lugar no hay indigentes o huérfanos, al menos no del modo tradicional como se pensaría. Aquí hay personas que son huérfanas, no de casa, sino de país. Es un albergue para migrantes.
Le apodan el “abuelo”, es un hondureño de 67 años, de rostro moreno y marcado por las arrugas del tiempo, de un hombre trabajador; no es muy alto, un metro cincuenta tal vez, es gentil y paciente, le encanta hablar con cualquiera que llegue a su lado, lleva su mochila azul con el logo de una “ONG” abrazada siempre, quizás como una forma de esperanza, de poder asirse a su sueño.
Lo conocí de casualidad, realmente buscaba a otra persona y él me ofreció su ayuda a cambio de comprarle un paquete de cigarrillos. Acepté. Al ir por sus cigarros, me manifestó que ese es su único vicio. Sin embargo, no buscaba convencerme a mí, sino creérselo él mismo.
-“Este es mi único vicio, no tomo, no bebo, no me drogo, pero… Eso si usted, no puedo sin esto… Yo he hecho cosas malas, no he matado… Nunca, se lo juro ante Dios, pero he hecho cosas malas y tengo mi secreto que me come. No soy un asesino, pero no soy bueno, traté de confesarme con el padre de aquí, que viene los domingos al albergue, pero no pude, me dio pena, pero no porque haya matado a alguien, pero sí porque este es mi mal y por esto estoy aquí”.
La curiosidad me ganó, solo pude gesticular unas palabras: ¿cuál es su secreto? El abuelo responde: -“Vamos donde no haya hondureños jóvenes y le cuento”.
Su cara en ese momento se pone melancólica y la mirada seria. Es el momento de hablar, no porque confíe en mí, sino porque su secreto lo está comiendo por dentro.
El Abuelo lleva varios años en México, pide que no se revelen fechas, pues teme por la vida de sus hijas. Él me explica de manera simple: “Es el peor error que he cometido, hacer una denuncia a la policía”. Al terminar la frase, se limpia los ojos, evitando así que las lágrimas hablen por él, de su dolor.
Cuenta que nació en Honduras, no quiere que se revele el lugar por miedo, pues toda su vida hasta su huida forzada estuvo siempre en la misma zona. Es carpintero, oficio que aprendió de su padre, tiene varios hermanos, pero ya no se habla con ninguno.
Se casó y tuvo 2 hijas. Su esposa murió y se quedó a cargo de ellas, ganándose la vida a tirones, trabajando un poco de aquí y otro poco de allá. Ambas hijas lograron terminar sus estudios de secundaria y empezaron la universidad. Una salió embarazada a los 19 años, la otra logró concretar su carrera y se mudó, lo dejó solo con su otra hija embarazada de su primera nieta, a la cual recuerda como Tere.
Los años pasaron y empezó a llenarse de nietos. Tere llegó a los trece años. Dice que su sonrisa era inocente, sencilla, así como lo era su estilo de vida, ojos oscuros, piel morena, no tanto como la suya, pero más morena que sus hermanos. “Se parecía más a su tía que a su mami, mi niñita”, expresa con melancolía.
¡Increible! A sus 60 años, el abuelo fue reclutado por las pandillas de Honduras. Según él, fue porque necesitaban a alguien mayor que “les llevara cosas de aquí para allá”. Le pregunté sobre el rol que cumplía dentro de la pandilla: -“Era traficante, lo que me pidieran lo llevaba, drogas, armas, dinero. ¿Qué iba a hacer pues? Si uno les decía no, lo matan, pero al hacerlo yo sabía que me iban a matar si me equivocaba o me atrapaban los de la policía; entonces en mi mente dije: O me muero rápido o más despuesito, pero escogí despuesito, tenía una hija y los nietos, yo les llevaba el dinero, no me quedaba de otra. Uno de padre lo da todo por ellos, esos niños, que, aunque crezcan, uno siempre los ve como sus bebés”, remata el abuelo.
Desde su punto de vista, los pandilleros le tomaron una gran confianza, al punto que llegó a sentirse cómodo siento traficante. Sin embargo, cuando el Abuelo cumplió 63 años, su hija (la mamá de Tere) tenía una relación que se vio afectada porque su novio tenía problemas con las maras -“lo amenazaron de muerte y yo veía a mi niña feliz. Entonces yo no pensé, solo dije: denunciemos, con la esperanza de que ellos se alejaran de él, pues al final mi vida ya la había vivido y sabiendo que mi hija no se quedaba sola, no me importó lo que me fuera a pasar. Llamamos a un número anónimo, de esos que ponen en la televisión, y funcionó al decir el nombre de la pandilla (el cual no quiere divulgar por miedo), me tomaron en serio, entramos a protección de testigos”.
Las pandillas se alejaron del yerno del abuelo pero no tardaron en darse cuenta quien había sido el denunciante. El abuelo fingió su muerte. Según él era necesario, pues nadie busca vengarse de los muertos. Sin embargo, poco tiempo después cometió un error fatal -“Salí a buscar trabajo a una calle que estaba cerca de donde antes vivía, para este momento solo mis hijas, el yerno y los nietos sabían que yo estaba vivo, y fíjese que salgo yo, vea, pero me decían mis hijas: no salgas papá te van a ver. No me importó, conseguí el trabajo como arreglador de muebles, y no ve que al tercer día me ve la mujer de uno de los mareros y ella que pega el grito en el cielo de que estaba vivo y ellos que deciden hacer algo”. El abuelo se quiebra, llora… “Y me la matan, a mi niñita, mi Teresita, fue su mensaje, mi nietecita pago mis errores”.
No pudo enterrarla, tenían que huir: -“le dije a mi hija que se fuera con su hermana, que llevará a los niños”. Él decidió quedarse solo, al fin y al cabo, el objetivo era él, su nieta solo fue un mensaje de los pandilleros, un aviso. “Les di un beso en la frente a todos, abracé a mi hija pensando que podía ser la última vez que la veía, y ya van 4 años desde ese abrazo”.
Tomó el camino rumbo a Estados Unidos, entre limosnas y preguntas llegó a la frontera con Guatemala, la cruzó a pie. Me cuenta que cruzó de la misma manera Guatemala, preguntando rutas de bus y pidiendo para el pasaje y la comida. Llegó a México, no recuerda exactamente por donde -“Recuerdo que cruce un río, no estaba muy fuerte pero aún así fue algo peligroso, más porque no sabía nadar, pero ya no podía volver”. Al llegar a México, tardó alrededor de un mes en cruzar todo el país hasta llegar a la frontera con Estados Unidos.
Lo ayudaron a cruzar la frontera con Estados Unidos: “15 minutos estuve libre antes que me cayera la migra, siete meses preso estuve yo, antes de que me deportaran. Trabajé en la cocina de la prisión, pagaban un dólar al mes, lo guarde para mi deportación. Cuando volví a Honduras, y recién toqué suelo, compré un boleto de bus para Guatemala y comienzo el recorrido de nuevo. Llegué a Chiapas en septiembre, pero solo estoy de paso, ya no tengo familia, ni casa, todo lo bueno está allá arriba, mi vida ahora es cruzar o morir cruzando. Ya no tengo más que perder”.