El hombre que oye a Ita Ford cantarle a los niños del Sumpul

0

Lolo oye a Ita cantarle a los niños a orillas del sumpul

La represión militar que marcó a los salvadoreños entre 1980 y 1992, generó numerosas masacres, como respuestas por parte del poder político militar a las reacciones de la población, ya que en las ciudades y en el campo se empezaban a gestar pequeños movimientos armados de izquierda. El horror experimentado por la población dejó secuelas psicológicas bien marcadas de por vida.

Más de 300 personas fueron asesinadas por los ejércitos de El Salvador y Honduras el 14 de mayo de 1980, en la llamada masacre del rio Sumpul. Foto tomada de https://arpas.org.sv

Por: Katherine Saraí León

Es de noche, la neblina cubre a todo el cantón, la luna apenas tiene fuerza para iluminar el camino que conduce al río Sumpul, esa senda tan estrecha llena de arbustos secos. El contacto que tienen los talones de los pies con el suelo pedregoso es doloroso. Al acercarse al río se escuchan gritos, llantos, y voces muy agudas pidiendo ayuda, los cuerpos de los masacrados están en el afluente. Los pasos de los soldados se escuchan clarito y fuerte, se acercan rápido, vienen arrasando con todo lo que esté a su paso, las balas caen, no se detienen, el olor de la pólvora se vuelve intenso.

Noche tras noche, Lolo, ahora de 49 años, tiene pesadillas en las que se remonta a ese suceso, a la masacre del Sumpul. Los gritos, los llantos, las voces, las balas, y el escenario crudo al ver los cuerpos masacrados sobre el río; el acecho de ese momento y la mezcla de esas sensaciones, lo bloquean, “Los veo, veo sus cuerpos partidos a la mitad, veo todas esas víctimas inocentes… yo… yo fuera uno de ellos, pero no lo soy, y siento culpabilidad”, dice recriminándose.

A veces, entre tanto ruido de balas, gritos, llantos, y voces de auxilio, se escucha a una mujer religiosa cantar. Cuando lo recuerda, Lolo parece tener un aprecio especial por esta misionera, en su rostro se forma un gesto de gratitud, “En medio del río la veo a ella, a la que nos salvó, veo a Ita Ford, ella nos canta… bueno les canta a todas las víctimas, yo solo me quedo en las piedras que están a la orilla del río, y desde ahí la escucho”.

Ita Ford fue una monja estadounidense perteneciente a la congregación de las Hermanas Maryknoll, sirvió como misionera en Bolivia, Chile y El Salvador. Lolo la tiene muy presente porque fue quien lo salvó a él y a su familia después de aquella masacre, llevándolos a un refugio.

Él se ve en sus pesadillas como un niño, un pequeño afrontando la frialdad de ese momento, porque en esa etapa se encontraba cuando vivió en carne propia la crueldad de la guerra; él es uno de los pocos sobrevivientes del Sumpul.

En ocasiones las pesadillas se intensifican, el olor de la sangre, los llantos, la escena de las muertes de familias enteras, el sonido de las balaceras y los bombardeos de los soldados se vuelven demasiados fuertes. El cerebro y el corazón de Lolo, no lo soportan, reacciona con gritos repentinos y saltos en la cama. Desde ese momento ya no puede dormir, su corazón palpita como si hubiera pegado una gran carrera, pero ha sido una lucha por sobrevivir a sus miedos, a sus recuerdos, a sus traumas.

La Masacre del Sumpul fue realizada el 14 de mayo de 1980, contingentes del Destacamento Militar N°1, la Guardia Nacional y de la paramilitar Organización Nacional Democrática (ORDEN), dieron muerte sin piedad a más de trescientas personas, campesinos y obreros, no combatientes de la comunidad las Aradas y los caseríos aledaños a ésta como el Cantón Yuríque, todas del municipio Ojo de Agua, Chalatenango, al norte del país, en la frontera con Honduras. La experiencia de vulnerabilidad, de peligro, de indefensión y de terror marcaron con profundamente el psiquismo de las personas. Fue una escena de crudeza, frialdad, y sin distinción, donde mujeres y niños murieron por igual.

Sobreviviente de la masacre del sumpul

José Guardado “Lolo”: “Si yo no hablo, las piedras van hablar, y yo no quiero que las piedras hablen”.

Lolo tenía 8 años, se encontraba en su humilde vivienda de paja junto a su familia, en el Cantón Yuríque, comunidad aledaña a las Aradas, la que fue sede principal de la masacre; estaba en la etapa más crucial del ser humano, la niñez; tercera etapa del desarrollo humano, y la cual se encuentra en una constante reproducción desde el proceso de socialización, de adquisición y formación de capacidades cognoscitivas como la percepción, la memoria, y el razonamiento propio y la capacidad de distinguir entre realidad e imaginación. Donde cualquier evento fuera de su cotidianidad se convierte en un detonante para marcar su desarrollo social, emocional y mental.

Eran las 3 de la madrugada, caía una gran tormenta en las comunidades del municipio Ojo de Agua, esa lluvia no había dejado pegar el ojo. Los truenos doblegaban el cielo, Lolo cubierto con su pequeño tapete y la única sábana hecha de pañales rotos, y que compartía con sus hermanas, apenas le cubría la mitad de su cuerpo dejando sus pies al descubierto, el frío era penetrante. “Jesús ya estaba mandando señales, todo era diferente, yo me dormía a las 8 después de cenar, y ese día no lo había hecho… esos truenos de verdad que dejaban sordo a cualquiera, se escuchaban como si estuvieran encima de uno”, recuerda.

En medio de la llovizna y los relámpagos se mezcló un sonido extraño: una explosión, la brisa se tornó fuerte y helada, la muerte había llegado a las comunidades del municipio. La vida, ahora pendía de un milagro. Las fuerzas militares comenzaron a bombardear, las ráfagas de los fusiles de asalto M16 eran los nuevos truenos que acompañaban a la tormenta. Los gritos de los campesinos y los llantos de las mujeres y niños, serían los sonidos que acompañarían el resto de la madrugada de ese día, y los próximos diez años el país.

Según el informe de la Comisión de la Verdad denominado “De la locura a la Esperanza: la guerra de los Doce años en El Salvador”, que se dio a conocer el 15 de marzo de 1993, después de los Acuerdos de Paz. La guerra salvadoreña cobro la vida de 75 mil personas y más de 8 mil que siguen desaparecidas.

Lolo, sus hermanas, su hermano de quince días de nacido, y sus padres, salieron de la casa aquella madrugada con lo único que tenían puesto, lo que importaba era sobrevivir.

-¡Papá! Gritaban Lolo y sus hermanas.

-No me pierdan el paso, no miren atrás, nos iremos para el río…Solo no miren atrás.

– ¡Papá!

-No hay tiempo para lamentarse, vamos a escondernos.

Cada segundo que transcurre es de vida o muerte, la ansiedad, la angustia, y el miedo se debían ocultar, lo único que importaba era salir con vida de ahí. El camino que conducía al río se tornaba diferente. Los cuerpos empezaron aparecer en la calle y la sangre en las hojas.

-“Solo queríamos llegar al río, mi papá nos iba a llevar a una cueva”, recuerda Lolo.

Al llegar al río, la corriente era demasiado fuerte, los que lo cruzaban morían en el otro extremo, la fuerza militar hondureña esperaba con fusiles para acabar a sangre fría con cualquier salvadoreño que lograra cruzar. “Tres días pasamos en la cueva debajo del río… sin nada que comer, solo había agua, los labios todos secos, y los ojos empezaron a echar pus”.

La Comisión de la Verdad estableció que, entre el 13 y el 14 de mayo de 1980, al menos 300 pobladores fueron asesinados en el caserío Las Aradas. Sin embargo, sobrevivientes y familiares de las víctimas han identificado a más de 600 hombres, mujeres y niños que perdieron la vida durante ese operativo militar.

Mural en conmemoración de la Masacre del Sumpul en el Centro Mártires del Sumpul, Arcatao, Chalatenango. / Fotografía por: Katherine León.

Estos sucesos son parte de la historia del país, el sufrimiento que generaron en la población civil fue traumatizante, el espectáculo de violaciones, torturas, asesinatos, ejecuciones masivas, de bombardeos y arrasamiento de poblados enteros marcó a la ciudadanía, en especial, a los que fueron víctimas directas de estos sucesos; después de la guerra quedaron los traumas psicosociales. Según Martín Baro, el efecto psicosocial es diferencial, la herida o afectación dependerá de la vivencia de cada individuo, todo se vuelve más profundo por el grado de participación que ha tenido en el conflicto o el suceso, de esa manera, el trauma se prolonga en el individuo.

Lolo se vio forzado a dejar su tierra, los operativos militares seguían por esas zonas. Alrededor de un mes deambuló con su familia porque no tenían a donde ir. “Unos días se comían, otros no, unos se dormían en el monte, y otros en los graneros de las casas”. Mediante transcurrió el tiempo dejaron de sentir dolor, apagaron toda sensibilidad, “Nos olvidamos de lo que podría pasarles a nuestros cuerpos, solo queríamos sobrevivir”. Las espinas estaban incrustadas en los pies, hinchados, y desangrados.

Uno de esos días, él y su familia fueron rescatados por dos misioneras norteamericanas, Ita Ford y Maura Clarke. Ellas habían llegado al país con el objetivo de crear refugios para ayudar a las personas afectadas por los operativos que realizaban las fuerzas militares hacia la población más débil.

En ese mismo año, la Junta Cívico Militar prometió detener los abusos de los derechos humanos de la población, pero estos continuaron y los operativos se intensificaron. Un mes y medio antes de la masacre del Sumpul, el 24 de marzo de 1980 un francotirador asesinó al arzobispo Oscar Arnulfo Romero, quien había pedido en su última homilía a la Fuerza Armada y al gobierno parar la represión.

Los cambios cognitivos y comportamiento que provocan los conflictos armados en las personas acarrea un proceso de deshumanización, el cual se entiende como el empobrecimiento de cuatro importantes capacidades del ser humano: Su capacidad de pensar lúcidamente, su capacidad de comunicarse con veracidad, su sensibilidad frente al sufrimiento ajeno, y su esperanza.

El desarrollo socioemocional y psicológico quedó frágil, Lolo tiene esos momentos tan presentes, aunque ahora ya es un hombre de familia y con un trabajo estable, de día es una persona comprometida que lucha por el cambio social del país, y de noche vive su propia lucha con sus traumas y fantasmas del pasado.

Dos meses de la masacre, el municipio de San José de las Flores, siempre en el departamento de Chalatenango, fue invadido por un operativo militar donde se encontraba Norma Sosa, una joven de 14 años quien estaba en su casa junto a su madre, hermana, el esposo de ésta y sus cuatro hijos. En ese momento, los jóvenes no tenían mucha posibilidad de escapar, pues eran el principal objetivo de los soldados, en este periodo se consolidó la desaparición forzada de niñas y niños, y adolescentes dado que la política de “tierra arrasada” no respetaba ni a los recién nacidos, el objetivo militar era destruir todo lo que en algún momento pudiera servir a la guerrilla.

El hecho de capturar a los infantes era una forma de obligar a los pobladores a salir de sus lugares de refugio, para el gobierno era un método eficiente de represión política, ya que sembraba el terror y la intimidación en la población. Norma logró salir de su hogar, junto a su mamá, hermana y los cuatro niños, el esposo de su hermana no tuvo la misma suerte, por salvarlos dio su vida. Ellas pasaron días deambulando por caminos llenos de casquillos de balas y casas abandonadas. El sonido característico del día eran las balaceras.

“Norma tápale la boca a la niña, para que no haga bulla”, esas palabras las tiene tan presente Norma después de 40 años de ese suceso, “Imagínese taparle la boca a un bebé, y andar así todo el día, era bien difícil”. Lograron llegar al municipio de Guarjila, de Chalatenango, lugar que aún no había sido invadido. Ella junto a su hermana, mamá y sobrinos fueron rescatadas también por las hermanas misioneras norteamericanas, Jean Donovan y Dorothy Kazel. Las monjas norteamericanas se encargaban de trasladar a los deambulantes a diferentes refugios que tenían en el país.

El 02 de diciembre de 1980, Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y Jean Donovan regresaban de un retiro espiritual de la orden Maryknoll en Diriamba, Nicaragua. El vuelo llego a las cinco de la tarde al ahora aeropuerto “San Oscar Arnulfo Romero”. Las cuatro religiosas emprendieron la ruta hacia la capital. Ellas no se fijaron que todos los vehículos habían sido retenidos en el estacionamiento del aeropuerto a esa hora, excepto el suyo.

En la carretera fue interceptado el vehículo por guardias nacionales que estaban vestidos de civil. Las llevaron hacia Rosario de la Paz, a una delegación de la Guardia Nacional. Antes de asesinarlas, los guardias tenían las instrucciones de tortúralas, y violarlas. Sus cuerpos fueron encontrados en una fosa recién cavada en la Hacienda San Francisco, en Santiago Nonualco, en el departamento de La Paz, dos días después de su desaparición.

La Asociación de Capacitación e Investigación para la Salud Mental (ACISAM) es una organización no gubernamental especializada en la atención psicosocial. Aunque hoy en día trabajan más con jóvenes, tiene un espacio de memoria histórica en el que buscan sobrevivientes de masacres como Lolo, para que cuenten su historia, y tengan empatía comunitaria. De ello se encargan los psicólogos, quienes observan que el hablar de los traumas de la guerra es de mucha ayuda para las víctimas, sienten tranquilidad, y se liberan poco a poco.

El conflicto armado dejó secuelas físicas y psicológicas, desde depresión, miedos, ansiedad y hasta demencia, los más afectados son aquellos que se vieron afectados de forma directa ya sea por la muerte o la desaparición forzada de sus familiares. Algunas masacres están en investigación mientras que otras permanecen en el olvido.

Lolo cuenta su historia en las comunidades, a los jóvenes, y a todo aquel que pueda. Porque siente que tiene un compromiso social, por todos aquellos que murieron; lo que busca es mantener viva la memoria histórica del país, aunque él siga batallando con sus recuerdos y pesadillas.