En el centro comercial se deposita un valor enorme y arbitrario a objetos que semánticamente no son más que tejido de fibra y lana. 

Por Ramiro Guevara

Mi viaje por el centro comercial, en busca de un regalo para mi hermana y mi sobrino, continuaba. Vi a varias personas reunidas alrededor de la fuente, conversando en grupos. Se mostraban las bolsas con los productos que habían comprado e intentaban decidir a cuál de los restaurantes situados en el food court irían a mitigar la hambruna de sentimientos, poder o posición social de cada uno.

Esto último me recordó mucho a los feligreses de una iglesia, pues, a fin de cuentas, el hombre siempre buscar encontrar y reconocer una fuerza superior que pueda tranquilizarlo. Para unos, esa fuerza es un dios; para otros, los signos que tejen las modas impuestas por Occidente tienen esa misma función.

Muchos necesitan encontrar alguna forma de resguardar el espíritu, frente a un altar o en el centro de una enorme catedral. Aquel fin de semana, vi exactamente ese brillo en los ojos de las personas, pero en vez de un altar había una fuente luminosa, en vez de la catedral se encontraba un edificio donde la oferta y demanda juegan el papel primordial. 

Avancé a través de las plegarias invisibles, convertidas en billeteras que reventaban por las ganas de liberar sus tarjetas de crédito. Recuerdo haber visto a una señora con su bebé, que lloraba como si intentase advertirle a su madre que la siguiente crisis económica y geopolítica se acercaba y que por tanto debían ahorrar para la leche en polvo, para la educación y el seguro social; en vez de gastar el capricho de la semana en una blusa que no necesitaba en ese momento. 

Busqué detrás de las vitrinas alguna prenda que pudiese ser útil para mi hermana y mi sobrino, pero no veía nada más que productos exaltados por sus precios de nubes blancas. De inmediato noté cómo aquellas prendas —collares, aretes, anillos, blusas, pantalones y zapatos— se sostenían por una ilusión que se había hecho mecánica.

Era una ilusión que hacía mover los engranajes del cerebro humano, distorsionando la importancia aparente de los objetos, “evidenciando” la naturaleza divina de los productos: los objetos son bellos porque son caros, los objetos son caros porque tienen “personalidad”, nosotros debemos tenerlos para pertenecer a esa cultura, a esa entidad social, para ser aceptados por los semejantes y por la supremacía pequeñoburguesa.

Ilustración de Pawel Kuczynski.
Ilustración de Pawel Kuczynski.

“Fetichismo de las mercancías”, pensé, y mi mente volvió a la religión. En el centro comercial se deposita un valor enorme y arbitrario a objetos que semánticamente no son más que tejido de fibra y lana, así como en la iglesia ocurre lo mismo con esculturas de yeso y agua “bendita”.

Se me acercó una chica vendedora de almacén preguntándome si podía ayudarme. ¡Vaya pregunta! Sí, necesito que me ayudes; necesito que me saques de este atolondramiento de no poder seguir viendo, porque a cada vista que doy sale a espantarme una suma de dinero en las viñetas de precios, con la cual podría vivir una semana entera.

Necesito que me ayudes, porque no encuentro algo que se apegue a lo que realmente quiero; necesito que me eches una mano porque no encuentro en mis bolsillos tantos billetes como los que me piden las viñetas.

Terminé yéndome del lugar y continué mi búsqueda, tratando de encontrar una opción que quepa en mis bolsillos. ¡Claro que necesito ayuda! Pero es una lástima que ella no pueda, pues está en la misma situación en la que yo me encuentro, pero temporalmente se encuentra del otro lado.

Puedo apostar que, con su sueldo, no llega ni a pagar lo que pretende vender. Creo que, en realidad, todos necesitamos ayuda. Más cuando vamos al centro comercial; tanto el que ofrece como el que supuestamente busca qué comprar, necesitan ser ayudados. ¡Ay! ¡Pobre el que busca qué comprar! 

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