Los cigarrillos de Ariel (relato)
Por Mezti Cornejo
Estudiante de la Licenciatura en Comunicación Social de la UCA.
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Ariel se encontraba acostado en el suelo, al centro de su habitación. La única luz que apenas lograba iluminar un poco el lugar era su lampara de noche. Llevaba toda la noche sin poder sacarse de encima aquella sensación de no saber exactamente a dónde estaba yendo. Ser una “decepción” para Ágata, su madre, se había vuelto una costumbre. Desde que se reveló contra ella, nunca más volvió a ser como antes.
Ahora a sus 20, cinco años después de aquel incidente se encontraba confundido, ya no estaba seguro de nada. Cuando a sus 15 años ya no se tragaba el cuento de que su padre “estaba trabajando lejos”, se atrevió a enfrentar a su fría madre y preguntarle qué había sido de él en realidad. Ella le dijo que no tenía padre y que había sido producto de una inseminación artificial.
Desde entonces, no volvió a sentirse igual, se sentía como un ser antinatural. Hace ya mucho tiempo que Ariel no tenía una crisis como la de este día. Lo más curioso fue la forma en la que esta apareció. Él estaba comprando una caja de sus preciados cigarrillos en la gasolinera, cuando de repente un llamado por el altavoz del lugar lo hizo sentir extraño, ni siquiera recordaba bien lo que se dijo, pero le arruinó el día.
Ariel detestaba esta sensación, su obsesión con tener todo bajo control la manifestaba incluso consigo mismo. Siempre sabía dónde estaba cada cosa en el perfecto orden de su habitación. Pensaba cada una de las cosas que comería cada día de cada semana. Su obsesión era tal que incluso había acostumbrado a su organismo para ir al baño en horas específicas del día.
Con Ágata rara vez se dirigían la palabra, quizá una vez al mes cuando necesitaba más dinero. Alrededor de las nueve de la noche el chico se hartó de sentirse así y optó por llamar a su terapeuta para acordar una sesión al siguiente día. No lo hacía porque quería desahogarse, sino más bien para distraerse en la sesión jugando a ser el niño rebelde que no le da importancia a la vida.
Al siguiente día despertó muy temprano, casi no había dormido por la incómoda sensación de la noche anterior. Cuando era hora de ir a la universidad niña Margarita, su nana de la infancia y ahora encargada solo de mantener la casa limpia, le deseó que tuviera un buen día, pero él ni siquiera la escuchó.
En el camino a la universidad, el chico se desvió y sin ser consciente de ello fue a parar al Parque Bicentenario. Allí comenzó a caminar en medio de los senderos analizando en un susurro cada uno de los sucesos ocurridos desde el día anterior, mientras con disimulo fumaba un cigarro. Cuando ya llevaba un buen rato caminando y sus pies comenzaban a doler decidió tomar asiento en una banca.
Para distraerse comenzó a revisar su teléfono. Se dio cuenta que tenía un nuevo mensaje de un número desconocido que decía “nos vemos a las once en punto”. Al principio pensó que podría ser su mejor amigo Eduardo, pero que él recordara no habían acordado encontrarse y segundo hacía un par de minutos le había llamado por teléfono desde su número habitual.
Otra opción podría ser su terapeuta, pero el número de ella lo tenía guardado y al hacer la cita la noche anterior habían acordado que sería hasta las cuatro de la tarde. Finalmente, decidió ignorar el mensaje e imaginó que quizá se habían equivocado de número. Al cabo de veinte minutos otro mensaje llegó. “¿Por qué no me contestás? Espero que sea porque venís manejando. Tenés todavía media hora”.
Ariel comenzaba a desesperarse de recibir estos mensajes de alguien que ni siquiera conocía, así que decidió responder. “Disculpe, pero se ha equivocado de número”. A los segundos respondieron: “No, vos sos exactamente la persona con la que quiero hablar. Sos Ariel ¿verdad?”. La ansiedad que llevaba arrastrando dentro de sí se volvió aún más intensa.
“¿Quién es usted?”. “Cómo que quien soy. Vos bien sabés quién soy, a qué tenés que venir y a dónde. O es que ya se te olvidó que habíamos quedado en el parqueo del Bicentenario”. Ariel se congeló, pocas cosas lo hacían sentirse amenazado o desprotegido y aquella definitivamente se había convertido en una. Esta extraña persona estaba más cerca de lo que él creía.
Comenzó a sentir que debía salir lo antes posible de aquel lugar, no se sentía seguro. Pero no sabía cómo hacer para llegar al carro sin arriesgarse a que este desconocido lo reconociera. El hecho de que él no supiera cómo lucía la otra persona no significaba que ella, o él, no lo hubiera identificado previamente, bien podrían haberlo buscado en Instagram y haber visto las fotos de su perfil público.
Ariel comenzó a idear un plan para salir de allí sin tener que dejar su carro abandonado en el estacionamiento. Se le ocurrió que podría llamar a alguien para que le acompañara y salir juntos de ese lugar. Así tal vez su “acosador” al verlo con alguien más se acobardaría y lo dejaría en paz. Sin embargo, la única persona que podía llamar para esta situación era Edu y últimamente ya no estaba seguro si podía confiar en él.
También pensó en Ágata, pero a esa hora ella estaba en su consultorio y odiaba que la llamara en horas laborales. Margarita no era una opción, la pobre apenas tenía fuerzas para subir y bajar las gradas de la casa mientras hacía el aseo. En ese momento se dio cuenta que no había nadie más a quien pudiera llamar. Estaba solo y su única opción era ir furtivamente hacia el carro y con suerte no lo reconocerían.
Tomó su celular, la caja de cigarrillos, encendió uno nuevo y emprendió camino con la actitud del ser humano más seguro de sí mismo de la faz de la tierra. Cada paso que daba lo acercaba más al estacionamiento. A cada paso que daba su corazón se aceleraba aún más, parecía que cada pálpito trataba de superar a su predecesor yendo más rápido.
Cuando por fin llegó al parqueo no vio nada raro ni nada inusual, una mujer se subía a su carro con ropa deportiva y aspecto sudoroso. Otro tipo esperaba pacientemente el parqueo que la mujer sudorosa estaba a punto de dejar. Ariel sintió alivio de que todo estuviera bien y se imaginó que de seguro había sido una broma de Eduardo desde otro teléfono.
Comenzó a buscar las llaves de su auto entre los bolsillos de su pantalón. Cuando por fin las encontró, abrió la puerta del conductor y se metió al carro, encendió el motor y al ver por el espejo retrovisor casi le da un infarto, había un cuerpo desmembrado en el asiento trasero con un pequeño rótulo colgado al cuello que decía: “gasolinera, cajero, me hizo asesinarlo cuando se rehusó a darme una caja de mis cigarrillos favoritos”.
En medio de la paranoia, tomó su celular para revisar si su acosador tenía algo que ver. Pero, la conversación ya no estaba. Y cayó en la cuenta de que en realidad nunca había recibido ningún mensaje. Entonces, recordó lo que se dijo por el altavoz el día anterior en la gasolinera “vigilante, por favor saque de aquí a este hombre, está histérico”. El vigilante no escuchó el llamado pues era hora del cambió de turno.