Discriminación y abandono de los pueblos indígenas

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Si a una población de 3 mil habitantes le quedan apenas 150 hablantes de su idioma materno, es cuando se puede afirmar que esa comunidad está muriendo. Eso es lo que le está ocurriendo a los indígenas náhuat-pipil radicados en Santo Domingo de Guzmán. Una traumática historia de discriminación, negación y modernismo está por sepultar la esperanza que tienen unos cuantos de salvar una lengua desahuciada por sus propios hablantes.

Por Gerardo Martínez, Magaly Torres y Valaria Hidalgo.

Cuando una lengua muere

Los indígenas salvadoreños han sido sistemáticamente destruidos como pueblo y absorbidos por la cultura dominante. Lo indígena es visto como algo folclórico, de potencial interés para turistas, pero no como algo propio. -El pueblo pipil y su lengua, Dr. Jorge Lemus.

“Cuando muere una lengua, desaparece toda su cosmovisión”, se dice ante un auditorio copado de colegas investigadores de la Academia Salvadoreña de la Lengua, amistades, estudiantes, donde también estaba presente el secretario de Cultura de entonces, Ramón Rivas.

A la presentación del libro asistió la comunidad de investigadores lingüistas, estudiantes, funcionarios de gobierno y pobladores indígenas.
A la presentación del libro asistió la comunidad de investigadores lingüistas, estudiantes, funcionarios de gobierno y pobladores indígenas.

La frase llegó hasta el fondo de la biblioteca de dicha academia. Allá atrás estaba sentada una veintena de habitantes indígenas de la etnia náhuat-pipíl, que llegaron desde Santo Domingo de Guzmán, Sonsonate. Todos los visitantes, la mayoría mujeres mayores, han llegado vestidos con sus atuendos típicos: refajos y camisas de manta con detalles multicolor en el cuello y las mangas.

La ponencia se retrasó alrededor de media hora porque el panelista, el doctor Jorge Lemus, quería que estas personas estuvieran presentes por una razón de peso. Él estaba por compartir al público lo que pasó y está pasando con la lengua náhuat en Santo Domingo de Guzmán. Lemus habló de la vida de esa gente que hoy está sentada escuchando en términos científicos que su lengua agoniza, que solo le quedan 150 hablantes, que la mayoría son ancianos y que entre la generación de los abuelos y los nietos hay un eslabón perdido. Una generación entera que no transmitió sus conocimientos ancestrales. El doctor Lemus habló por más de 40 minutos como un médico que da malas noticias a sus pacientes: la lengua náhuat está en severo peligro de extinción. La identidad de esta comunidad pende de un hilo.

Jorge Lemus es un lingüista, traductor, investigador y catedrático de la Universidad Don Bosco. En 2010 ganó el Premio Nacional de Cultura por su aporte desde las ciencias sociales. Desde entonces trabaja en un proyecto de revitalización de la lengua en Santo Domingo de Guzmán. El académico afirma que “las lenguas son el patrimonio cultural intangible más importante”. No obstante, agrega que “el náhuat no está solo. Hay muchas lenguas en peligro de extinción”. Los datos que presenta en su exposición lo confirman.

De 7 mil lenguas habladas a nivel mundial, 3 mil 176 están en peligro de desaparecer. Esto equivale al 45% de todos los idiomas existentes. De ese porcentaje, 457 lenguas solo tienen 10 hablantes. En 100 años, según sus estimaciones, habrá muerto la mitad de las lenguas del mundo. El náhuat, dice, podría ser una de esas.

Por tal razón él, sus colegas, instituciones de gobierno y organismos privados están hoy en ese pequeño salón. Todos están interesados en salvar al náhuat-pipil de la muerte. Para lograrlo, Lemus ha presentado un programa de revitalización del idioma cimentado en cinco áreas: la identidad cultural, el corpus lingüístico, educación, legislación y bienestar social. Adaptaciones diferentes de este modelo ya han sido replicadas en países como Israel, para revitalizar el hebrero, en Nueva Zelanda con el maorí, el vasco en España y el friso en Holanda.

La apuesta principal del investigador es convertir a los niños de estas comunidades en bilingües, pero no en español e inglés, sino en español y náhuat. A mitad de su ponencia se emocionó al decir que “los niños son los que van a rescatar el idioma”. Y para muestra, tres pequeños vestidos a manera tradicional pasaron al frente. Sostuvieron una fluida conversación en esa lengua. Luis, Sandy e Ivannia desenredaron su lengua con palabras ininteligibles para quienes no conocen el idioma. Parecía que los únicos que logran entender lo que los niños dicen son el doctor Lemus, la directora de la Cuna Náhuat, Rosario Álvarez, y un anciano octogenario sentado sobre una silla de ruedas de nombre Genaro Ramírez.

Los tres son los rostros más visibles de este trabajo. Ellos son los héroes que pretenden despertar del coma al náhuat en Santo Domingo de Guzmán.

La Cuna Náhuat y una historia de negación

La Cuna Náhuat es un espacio creado por el doctor Lemus, los habitantes de Santo Domingo de Guzmán y cuenta con el apoyo del Ministerio de Educación (MINED), la Universidad Don Bosco, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), la alcaldía del municipio, la unidad de salud, entre otras entidades. Abrió sus puertas en 2010 a niños y niñas de entre tres y cinco años para enseñarles una lengua que hasta para sus padres era desconocida.

Desde entonces, la Cuna Náhuat es resguardada por Rosario Álvarez, su directora, quien junto a seis personas más, incluida una cocinera y cuatro Nanzin Tamatxtiani (maestras), han atendido a más de 150 menores.

Rosario es originaria del pueblo y ha visto morir en este último lustro a dos Nanzin. Comenta que todas las maestras de la lengua sobrepasan los 50 años y que no hay reemplazo para las únicas que quedan.

“En Santo Domingo hay mucha gente que piensa que el inglés es mucho más importante que el náhuat”, explica con resignación. Dice que los jóvenes de su pueblo no tienen intención de aprender su lengua originaria. Su tesis del por qué hay rechazo hacia su identidad pasa por la generación anterior: sus padres. Ellos no aprendieron toda la cosmovisión indígena pues sus abuelos optaron por olvidarla aún contra su voluntad. Rosario recuerda que toda su familia, abuelos y padres, hablaban náhuat, pero la discriminación y la persecución se encargó de enterrar con amargura sus costumbres y su idioma.

La misma tesis sostiene Jorge Lemus en su libro “El pueblo pipil y su lengua”. El doctor identificó que la raíz del problema de la lengua es que los indígenas negaron su identidad y no enseñaron más a sus hijos, a manera de protegerse del Estado, sobre todo en la época postcolonial y de regímenes militares durante casi todo el siglo XX.

Fue la discriminación, la exclusión y la persecución, según este texto, la que debilitó a esta cultura, asfixiando así la lengua hasta este punto, cuando solo queda un centenar de hablantes para una inmensa población de niños que todavía no han logrado la meta de ser bilingües, pues para ello el sistema educativo debe reformarse y adecuar todo un paquete didáctico para la enseñanza del náhuat.

Mientras Rosario y su Cuna Náhuat esperan un cambio, las Nanzin Tamatxtiani seguirán envejeciendo, irán apagando su vida de a poco, llevándose consigo el conocimiento necesario para salvar al náhuat de la extinción.

El líder indígena y la esperanza de la salvación

Genaro Ramírez estuvo callado durante la hora que duró la presentación del libro que habla sobre la muerte de su lengua. Su rostro aparecía en la contraportada. Hoy tiene 82 años, pero en la fotografía impresa en el texto parece que tiene 10 años menos. Lucía con menos arrugas en su rostro, más robusto y sus ojos con mucha más luz que como lucen hoy, más apagados, igual que su voz.

f6b-ed01-16Genaro nació en Santo Domingo de Guzmán. Tenía un año para cuando el General Maximiliano Hernández Martínez, presidente de la República en ese entonces, reprimió con fuerza letal a alrededor de 50 mil indígenas campesinos. También, vivió la guerra. La madurez que tenía para entonces le ayudó a dimensionar las graves violaciones a los derechos que se sufrían en esa etapa caótica de la historia salvadoreña.

Ahora ve pasar los años desde su silla de ruedas, entre familia, que cabe decir es bastante extensa. Tuvo nueve hijos. De sus nietos y bisnietos ya perdió la cuenta. Su personalidad refleja la humildad de un jornalero, el carisma de un condenado a la pobreza y al conformismo. Don Genaro, como lo llaman todos, bromea al hablar de su vida, de sus andanzas y malandanzas. Se ríe del dolor y el olvido.

Aprendió el náhuat a los cinco años, pero hace apenas nueve años comenzó la escuela. Afirma con inocencia que no conocía las letras del español. Todo lo que sabe de su cultura lo aprendió de su madre, incluyendo la lengua. Dice que intentó hacer lo mismo con sus hijos pero “ellos no quisieron aprender”. Sin embargo, toda esa experiencia y conocimiento la ha puesto al servicio de la Casa de la Cultura del municipio, lugar donde trabaja.

Mientras conversa entremezcla el español con el náhuat. Le da sorbos a su vasito de vino, saluda a sus conocidos, que a esta hora están por salir de la Academia Salvadoreña de la Lengua para retornar a su pueblo.

El anciano comienza a mover su silla, se va despidiendo. Le pregunto qué va a pasar si todo su conocimiento se pierde. Él contesta así: “Yo no quiero que esto quede solamente en mí, sino que lo exploten para que la República se dé cuenta que sí existe el idioma ancestral, que no viene de la academia sino del campo”. Genaro se despide en náhuat y su voz y sus ojos se vuelven a apagar.

 

La Cátedra del nonualco

Francisco Jiménez es descendiente de una familia con linaje ancestral. En sus venas corre toda una cosmovisión heredada de su abuelo y representada en ritos y ceremonias propias de los nonualcos. Ha sobrevivido a décadas de discriminación, y si no es porque cursó estudios universitarios no estaría en el lugar que lo encontramos, un lugar donde comúnmente no se encuentra a un indígena. Su breve historia retrata el rostro de la discriminación hacia los pueblos originarios y es ejemplo de lo que esta comunidad excluida puede lograr si son reconocidos por un país que les niega su propia tierra.

Mi abuelo decía: “puede crecer un árbol muy grande y puede dar frutos, pero si sus raíces no están bien metidas en la tierra, viene el viento, viene la lluvia y lo bota”.

Francisco Jiménez realiza un ritual aprendido de su abuelo y su madre.
Francisco Jiménez realiza un ritual aprendido de su abuelo y su madre.

¿Dónde encontrar a un indígena? En las montañas, cortando café. En la milpa, recogiendo la cosecha. En un parque de pueblo, jugando a los naipes, entonando una canción, viendo pasar el mundo, envejeciendo. A René Francisco Jiménez no se le encuentra en su natal San Pedro Nonualco, tampoco en una feria cultural, ni en una milpa, ni arando tierra. Al indígena Francisco se le halla en la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de El Salvador (UES), coordinando talleres de dibujo, pintura y grabado. El indígena Francisco es catedrático.

Se graduó de la Licenciatura en Artes Plásticas hace varias décadas. Acumula 19 años como docente universitario, pero afirma que lo que lo identifica es su descendencia nonualca. “Yo soy un licenciado, sin embargo prefiero quedarme con la parte indígena porque ahí es donde me nutro, ahí está mi centro, ahí está mi ancla, ahí está mi raíz, y a partir de eso yo soy”.

Ese “yo soy” lo heredó de su abuelo, a quien menciona una y otra vez en la plática. A su abuelo, de nombre José Antonio Jiménez, lo conocían en el pueblo como un “rezador”, porque era quien estaba presente a la hora que una persona estaba por fallecer. Él hacia la transición del alma de este mundo al otro por medio de ritos. Además, le decían “el curandero” porque sanaba a los niños de cualquier enfermedad.

“Cuando uno es joven esas cosas de la herencia cultural pasan desapercibidas. Uno no lo ve, no lo entiende. Sin embargo yo siempre estuve en contacto porque mi abuelo era encargado de las tradiciones. Él era el encargado de la elaboración de los instrumentos de viento y de percusión, como también la de la danza de Los Historiantes”, recuerda Francisco. Su madre fue la segunda en aprender todas estas prácticas. Ahora es él quien continúa el linaje tradicional de los nonualcos desde un aula universitaria.

***

Antes de iniciar la conversación, el indígena Francisco se desplaza deprisa frente a la escalinata que conduce a la segunda planta del edificio de la Escuela de Artes de la UES. Hoy es día de exposiciones y sus alumnos están colocando pinturas en el exterior del lugar para ser apreciadas por los que transitan cerca. A un costado se ubican varios jóvenes con instrumentos musicales. El ambiente festivo se dejará sentir a media mañana.

Francisco deja por un momento sus obligaciones para charlar. Subimos las escalinatas del edificio decoradas con una serpiente con cabeza de dragón que parece descender desde la primera grada. Esa figura perfectamente detallada es Quetzalcóatl, que se traduce como “serpiente emplumada”. Es uno de los dioses más significativos del Panteón de los indios de Mesoamérica. Dentro del edificio hay una pared cubierta por una pintura que lo retrata.

Entramos en un salón manchado de pintura, lleno de cuadros, murales y pequeñas esculturas de barro. Desde ahí explica que la discriminación hacia los pueblos originarios, especialmente los nonualcos, tiene dos episodios significativos. El primero ocurrido en 1883, con la insurrección del líder indígena Anastasio Aquino y el segundo en 1932 con el levantamiento campesino que terminó en una eliminación sistemática de la cultura indígena en el país.

Jiménez asevera que el motivo fundamental de ambos levantamientos indígenas fue por la tenencia de la tierra, la cual históricamente se la han ido arrebatando a estas comunidades. “La raíz de estos movimientos, tanto de 1833 y 1932 es específicamente por la necesidad de la tenencia de tierra. Un indígena no puede existir fuera de su tierra”, afirma.

El resultado de esta lucha fue una constante represión que terminó siendo letal para gran parte de su cosmovisión. “Todo aquel que tuviera apellido, que tuviera nombre, que tuviera vestimenta, que hablara términos indígenas, de alguna manera era expuesto a la muerte”, relata el indígena Francisco, como si hubiese podido estar ahí cuando todo esto sucedió.

Pero quienes sí vivieron esa discriminación y exclusión fueron sus abuelos y sus padres. Francisco cuenta que muchas familias optaron por cambiarse los apellidos por otros que sonaran “más españoles”. Los que no lo hicieron eran estigmatizados. Como ejemplo menciona que en la partida de nacimiento de su madre aparecía su nombre, María Cristina Jiménez, y se detallaba su procedencia, expresada en una única palabra: indígena.

– ¿Qué pasó con la transmisión de sus conocimientos, su cosmovisión sus tradiciones? –, pregunto a Francisco.

– El pueblo no tuvo más que “enconcharse”, irse hacia adentro -, responde.

– ¿Qué paso con su lengua?, ¿Aún hay hablantes de náhuat en San Pedro Nonualco?

– No, ahí ya no hay hablantes de la lengua náhuat. Existe una negación hacia lo que somos. Los medios de comunicación han contribuido a esto. Se discrimina desde términos como “indio”, usado de manera despectiva para insultar .

– Entonces, ¿esto sería como un postcolonialismo?

– Exacto, la sociedad sigue repitiendo ese pensamiento colonialista de la marginación del pueblo. Ya no hay que dejar que ese pensamiento pese sobre nosotros, sino que hay que resurgir así como resurge la semilla.

Francisco repite su idea que “el indígena no puede existir, no puede ser indígena si no está en contacto con la tierra”, y agrega que su pueblo “no crea estrato de dominio, crea unificación”; aunque reconoce que hay dos tipos de gente dentro de los pueblos originarios: los sumisos y los rebeldes. Eso explica por qué muchas de estas personas se rehúsan a hablar de su identidad o por qué otras reaccionan de manera incendiaria cuando se refieren a países europeos como España.

***

En el salón yacen varios cuadros que retratan a campesinos delante de un paisaje de campiña. Es cerca del mediodía y en este espacio de unos diez metros cuadrados no hay más que obras apiladas alrededor. No queda nadie en el aula. Solo se cuela el ruido de la música de fuera, donde la exposición de pinturas e ilustraciones de los alumnos de la carrera de artes sigue en desarrollo.

Muestra pictórica del trabajo de los alumnos del indígena Francisco Jiménez dentro de la cátedra que imparte en la Universidad Nacional de El Salvador.
Muestra pictórica del trabajo de los alumnos del indígena Francisco Jiménez dentro de la cátedra que imparte en la Universidad Nacional de El Salvador.

Hace apenas una hora que encontramos al indígena Francisco, el catedrático, el artista, el heredero de un conocimiento ancestral, el representante de la etnia de los nonualcos. Pero hace escasamente unos minutos manifestaba con gran seguridad que “el haber estudiado y haber estado incursionando dentro del área artística me ha dado confianza, porque lo que me interesa no es mi apariencia; lo que me interesa es lo que yo sé”.

Tras lo dicho le pregunté si se sentía discriminado. Asintió con la cabeza y respondió con el corazón:

– Yo no me voy a sentir agraviado por el hecho de que me puedan decir que soy indígena. Yo me siento muy orgulloso si alguien me dice ‘tú sos indígena’. Sí, soy indígena, y con mucho valor y respeto. Por eso uso mi vestimenta indígena porque la porto con orgullo -.

Sus palabras envolvieron aquel salón manchado de pintura, apilado de obras, tapizado de murales. Es ahí cuando las palabras de su abuelo tienen sentido. “Puede crecer un árbol muy grande y puede dar frutos, pero si sus raíces no están bien metidas en la tierra, viene el viento, viene la lluvia y lo bota” Francisco, el indígena, es un árbol frondoso e inquebrantable.

 

Comida Ancestral: El maná de los pueblos originarios

Las comunidades indígenas de El Salvador hacen todo lo posible para ser visibilizadas. La gastronomía ancestral es parte de su lucha de resistencia para no ser olvidados y una luz de bengala con la cual piden ser salvados de su silenciosa extinción.

Dentro de la variedad de productos puestos a degustación de los visitantes estaban las tortillas de plátano, tortas de papa con ojushte, pupusas de maicillo, moringa, nistapite, entre otros.
Dentro de la variedad de productos puestos a degustación de los visitantes estaban las tortillas de plátano, tortas de papa con ojushte, pupusas de maicillo, moringa, nistapite, entre otros.

Montados sobre la Plaza Gerardo Barrios, al pie de Catedral Metropolitana, un centenar de productores de cultivos agroecológicos se resguardaba de la lluvia bajo 15 toldos blancos. Ellos resistían al temporal que azotó durante la mañana del sábado 17 de octubre y que se prolongó por tres días a nivel nacional. Ellos resistían junto a sus ventas de granos básicos, hortalizas, verduras, artesanías. Ellos resistían. Las mujeres lo hacían detrás de las ollas hirviendo, de las sartenes que salpicaban ingredientes olorosos, con bebés en brazos, con la humedad invadiéndoles el cuerpo. Los hombres tomaron posición detrás de unas mesas plásticas y sentados esperaron a que la gente se acercara a probar sus comidas ancestrales elaboradas con sus propias cosechas. Son comunidades indígenas salidas de los pueblos más remotos del país. El llamado a resistir los trajo al Centro de San Salvador, aún en medio del aguacero.

La Mesa por la Soberanía Alimentaria, que aglutina a más de 200 organizaciones sociales, fue la encargada de reunir a estas comunidades para celebrar el primer Festival Raíces 2015. El objetivo era mostrar que sí existen formas sanas de alimentarse, consumiendo productos agroecológicos, es decir, alimentos libres de químicos dañinos para la salud.

Dentro de esos productos están las comidas ancestrales, ricas en nutrientes, en tradiciones, en identidad.

En aquellos pequeños stand había todo un buffet de cultura culinaria traído desde pueblos originarios como los de Nahuizalco, Cacaopera, Guatajiagua y Ahuachapán. Las degustaciones iban desde las tortillas de plátano, tortas de papa con ojushte, pupusas de maicillo hasta bebidas con nombres poco comunes como el refresco de chaya, atol de sagú, chicha de fruta y café de maíz y de soya. La lista incluía productos más elaborados como la miel y el queso, así como insumos agrícolas naturales.

f6f-ed01-16“Nosotros somos orgullosos de ser indígenas. No nos interesa el dinero, nos interesa nuestra tierra”, exclama Tata Juan, un líder indígena que se encargó de inaugurar el festival. Tras sus palabras le siguió un ritual de agradecimiento por la lluvia, la tierra y el sol. Dos hombres y una mujer danzaban alrededor de lo que parecía una ofrenda a los dioses. Uno de ellos hizo sonar una concha como si fuese trompeta. La lluvia, decían, era señal de grandes bendiciones.

Debajo de uno de los toldos que acumulan cantaradas de agua se encontraba Sulma Larín, vocera de la Red Ambientalista Comunitaria de El Salvador (RACDES). Su organización forma parte de la Mesa por la Soberanía Alimentaria, y junto a ellos defiende la creación de la Ley de Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional, además de la ratificación de la reforma constitucional al artículo 69, que reconoce el derecho humano a la alimentación y el agua. Para Larín, estas medidas impactarían positivamente la vida de los indígenas campesinos, que hasta hoy luchan en solitario por sus derechos.

“Si no son los mismo pueblos indígenas que se han reivindicado a partir de la necesidad de alimentación, de cultivar la soberanía, de mantener las tradiciones alimenticias y de respeto al equilibrio ecológico, no estaríamos hablando de este tema. Hay que reconocer que todavía hay una fuerza de voluntad propia de estos grupos para darse a conocer”, explicó la vocera de RACDES.

En esa constante lucha por la reivindicación se encuentra Silverio Morales. Tiene 43 años, pertenece a la etnia náhuat-pipil radicada en Nahuizalco, departamento de Sonsonate. Llegó a la capital en compañía de la Organización Indígena Náhuat-Pipil (OIPAN), de la cual es miembro. Explica con mucho orgullo que la palabra “pipil” quiere decir “niño” o “principito”. Su rostro bondadoso y su voz le dan sentido al significado.

Silverio cuenta que todo lo que trajo para vender lo siembra en el patio de su casa. Ahí tiene una milpa, la cual no ha sufrido pérdidas a pesar de la sequía. De su milpa no desperdicia nada. Ocupa los olotes – parte central de la mazorca – para fabricar adornos. No los tiene que pintar pues su milpa está conformada por distintos tipos de maíz que le ofrecen una gama de colores y tamaños únicos.

Desde su tierra hasta el centro de la capital ha traído moringa, un conjunto de hierbas multivitamínicas que se toma como té. Al beberlo parece no tener sabor, más que un olor fresco, como el eucalipto y suave como la manzanilla. También ha traído malanga – parecido a la papa- , ejote, ayote y guineo verde. Todo está puesto sobre una pequeña mesa para degustación del público.

Este hombre habla como si proclamase una profecía cada vez más cercana. Dice que “un día el escenario va ser que no habrá ni maíz ni frijoles, pero nosotros como pueblos originarios tenemos la comida en las montañas”. Lo que hace falta es apoyo, pues alega no contar con el respaldo del gobierno local ni tampoco del Estado, mucho menos de la empresa privada. Además, dice que son “son bien pocos los municipios donde están poniendo en práctica las comidas ancestrales”.

El mismo discurso sostiene la mayoría de los participantes. No hay acompañamiento, no hay interés. Estas comunidades resisten en unidad para no perder su legado heredado de varias generaciones atrás que murieron esperando ser escuchados y tomados en cuenta.

f6g-ed01-16Rosa López, de 53 años, llegó con su venta de pan dulce traído desde El Refugio, Ahuachapán. Ella es miembro de la Asociación Comunal Mujeres para un Futuro Mejor (ADECOM FM). Trabaja en una panadería y sus ingresos económicos dependen de ese pan que llegó a vender a 35 centavos.

Confiesa sentirse discriminada, no solo por venir de un municipio con costumbres indígenas, sino también por ser mujer. Ella pide mayor compromiso de parte de la municipalidad y del Gobierno central, que se les incluya y se les apoye económicamente.

Todas las organizaciones sin excepción esperan lo mismo. Y mientras la ayuda sigue demorando, a ellos no les queda más que resistir desde lo poco que les queda: su cosmovisión ligada a los frutos de la tierra y del conocimiento ancestral que lucha por sobrevivir a la marginación y el olvido.

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