Por Ramiro Guevara
Faltaba poco para que mi hermana y su hijo, residentes en Estados Unidos, vinieran a visitarnos. Un par de semanas más y el avión arribaría al Aeropuerto Monseñor Romero.
Yo tenía la impresión que después de tantos regalos que ella me había hecho, había llegado la hora en que yo le diera uno a ella. Entonces pensé en ocupar el próximo sábado para buscar alguna prenda de verano para ella y un par de zapatos para el pequeñín.
Ese día, al llegar al centro comercial, el ruido de las múltiples palabras, que estructuraban las conversaciones de quienes me rodeaban, me hizo caer en la cuenta de que el ambiente había cambiado, tanto por el tipo de conversaciones que ligeramente se escapaban en mis oídos, como por la locomotora de signos sociales que empujaban el lenguaje.
El lenguaje era jovial, sin tintes de estrés, y giraba en torno a las cosas más mundanas del acontecer individual. Una pareja de amigos hablaba sobre la siguiente Liga Española de Fútbol. Unas chicas intentaban decidir si iban a la fiesta de esa noche con zapatos de tacón o sandalias romanas.
Respiré profundamente. Quise llenar mis pulmones de ese aire nuevo. Fue un impulso por adaptarme a las nuevas reglas que el ambiente me ofrecía. Intenté calibrar mis nervios al mismo nivel de los que se paseaban en mi campo visual, con sus bolsas de papel o plástico, estampadas con la enorme marca de algún almacén; o dirigiéndose a ciegas con sus móviles, que les hipnotizaban la vista.
Di los primeros pasos una vez me sentí listo. Comencé la marcha mientras notaba algunos carteles publicitarios donde se anunciaba todo tipo de productos: desde cosméticos hasta información sobre tarjetas de crédito. Comercio, a fin de cuentas.
Esos banners que colgaban de las paredes hacían que la realidad pareciera una película en donde todo ocurre bajo planeación, como si la vida fuera una vacación perpetua. Algunas personas se ponían a ver las publicidades, apreciando las fotografías que en ellas se mostraban.
La mirada de una sensual modelo europea, que anunciaba un par de zapatos cuyo precio ascendía a $70.00, se convertía en un dardo que inyectaba a algunos la preocupación de no tener ese dinero para comprar esos zapatos. Sin embargo, la realidad salvadoreña está muy lejos de esos ojos azules despreocupados.
La gente sabe que no serán como los de esas fotografías, pero intentan hacer todo lo posible, para parecerse lo más mínimo, aunque sea bajo estigmas que guían las formas de vida en sociedad.
Todos esos signos dentro de la publicidad codificaban el mito de una sociedad agazapada por las riquezas materiales. Lo comprobé cuando frente a mí pasó una madre con su bebé, quien llevaba puesta una camiseta un tanto agujereada, pero ello llevaba un celular de último modelo entre sus manos. Me sentí como en un museo en donde se exhiben los sueños de una generación contemporánea. Sueños líquidos, como diría Bauman.
Me abrumaron tantos brillos impresos en el plástico de las publicidades. Había mucho de todo eso rodeándome: joyas, pantalones, sombreros, comida rápida… Estrictamente, me encontraba en el mundo de esos artilugios, pero ese mundo estaba contenido por cuatro paredes de concreto que lo aislaba de todo lo demás.
El centro comercial guardaba los signos de las publicidades, en sus formas tangibles, para demostrar que de algún modo era posible adquirir aquello. Las personas miraban todo eso, con una naturalidad fría, como aceptando la imposición de esas normas de ser y sentir.
La huella de Occidente estaba puesta en ese lugar, porque la alcurnia que mostraban las marcas extranjeras no se preocupaba de los problemas que cuentan las personas reales.
El ciudadano común, que muchas veces tiene dinero solo para el transporte, no repara en que realmente se encuentra frente a un discurso que lo obliga a doblegar sus principios para retomar una “experiencia de primer mundo”, sin saber que por más que malgaste en todo lo que ve, nunca llegará a realizarse como esos modelos de cabello rubio y rostros perfectos.
¿Por qué? Simple y sencillamente, porque estamos configurados social y culturalmente de forma distinta, con una historia que carece de prehistoria y renacimiento. Con un recuerdo donde las formas se mezclan entre la esclavitud y la colonización.
Nos engañaron antes y lo siguen haciendo ahora. Ya no nos dan espejos por oro; de hecho, el intercambio se hace en lugares específicos, en sitios como en el que yo me encontraba.
Hoy nos muestran marcas y nombres, impresos en la superficie de un papel plástico. Hoy nos ofrecen la vida de una familia que vive en la zona más acomodada de California. Todo eso se supone que lo logramos, obteniendo objetos y privilegios que resaltan características de esas vidas que se contraponen.
Recuerdo que de una tienda juvenil vi salir a un grupo de chicas cuyas edades seguramente rondaban los 16 y 17 años. Llevaban puestos unos collares que acababan de comprar en el lugar. Ya había visto esos collares en otras tiendas de esa misma franquicia. Tienen una insignia en donde se lee “Live well, Laugh often, Love always”.
Sólo en el centro comercial se vive bien (por un par de horas), se ríe frecuentemente y se ama, siempre y cuando se tengan unos veinte dólares en el bolsillo. Solo así puedes demostrarle a tu novia que la amas, comprándole uno de esos enormes peluches con los que hoy mismo se está intoxicando algún niño en Bangladesh, solo para que podamos decir:
Te amo, nena