Sonrisas que curan miedos

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Dentro de las labores de la ludoteca, también está la atención a los padres de los pacientes. Foto por: Elizabeth Pinto.

En la Ludoteca Naves Hospitalaria “Gloria de Kriete” hay 12 ludotecarios que llevan juegos y risas a los niños. Su trabajo es la terapia lúdica con pacientes de 11 especialidades del hospital Benjamín Bloom. Su objetivo: causar un impacto positivo en la recuperación emocional, más allá de la física.

Por Elizabeth Pinto

Diez veces a la semana, Silvio Molina se dirige a las especialidades de las que es coordinador ludotecario y hace un diagnóstico del estado de salud de los pacientes. Dos veces cada día, una en la mañana y otra en la tarde, de lunes a viernes. Baja a la ludoteca y selecciona los juguetes y el material que ese día ocupará para la terapia lúdica. Los voluntarios que lo acompañarán lo ayudan a buscar y guardar.

Era un día como cualquier otro, hace un año ya, pero Silvio tenía una misión especial. El día anterior, un niño llamado Sebastián, paciente de Oncología, le había pedido que le llevara un juguete en específico. Así que esa mañana, él se encargó de buscar y guardar el juguete.

“Cuando subí, lo fui a buscar y no estaba. Entonces llegó ese sentimiento de ‘puchica, quizá ya murió, y ya no le pude traer lo que él quería’”. En efecto, Sebastián había fallecido. “Creo que ese es de los momentos más difíciles, la partida de los niños”. Silvio recuerda ese día como uno de los más duros en su labor como ludotecario.

Desahogos matutinos

“Para los niños, el solo hecho de estar aquí en el hospital genera estrés, es un ambiente hostil, tienen que pasar por exámenes, dejan de comer para ciertos procedimientos, es bien cargado. Ahí es donde entra nuestra labor”, afirmó la coordinadora de la ludoteca, Sara Villafranco.

Sara tiene 34 años y es psicóloga. Aunque pueda parecer seria, su lado cariñoso, tierno y juguetón se luce cuando ve algún niño al cual no puede evitar saludar. Lleva 10 años en la ludoteca, 8 de ellos como coordinadora.

Entonces apareció Silvio, que iba de un lado a otro. Nunca deja de trabajar, nunca está quieto, a menos que tenga algo que registrar en una de las computadoras, pero eso no significa que deje de trabajar. Silvio Molina tiene 24 años y es, de los 12, el ludotecario más joven. En junio de este año egresó de Psicología en la Universidad de El Salvador. Comenzó su trabajo en la ludoteca como estudiante de servicio social, hace un año y medio, y en mayo de este año consiguió plaza como ludotecario.

Juguetes, gabacha, visera, gel antibacterial, papel toalla y mucha energía. Las herramientas necesarias. El equipo está listo para subir a las diferentes especialidades del hospital. Silvio es coordinador de Cirugía Plástica durante la mañana, y Neurocirugía por la tarde. Cuando lo contrataron, empezó con la coordinación de Oncología.

“Depende de tus capacidades a nivel emocional a cuál especialidad te toca ir porque es bien cargado”, dijo. En sus horas sociales, pasó por las 11 especialidades que la ludoteca atiende, pero Oncología y Cirugía plástica son las que él considera como las más difíciles. “Oncología por la inestabilidad en el estado de salud de los niños, y en Cirugía plástica ves cosas bien impactantes y que son bien difíciles a nivel de vista o incluso los olores”, explicó.

La jornada matutina de Silvio comienza. El área de Cirugía plástica es de las más nuevas y está en un edificio anexo al hospital. Alrededor de los gabinetes y el largo escritorio de enfermeras —y a veces de médicos—, en una especie de media luna, están los diez cubículos de pacientes, con dos camas cada uno. Detrás del espacio de las enfermeras, y separado por una pared, está el espacio común, donde se realizan las terapias lúdicas.

Casi todos los pacientes son niños que han sufrido quemaduras de primer, segundo o tercer grado. Algunos deben usar lentes oscuros, otros ni siquiera pueden moverse, deben permanecer en sus camas. La mayoría de cubículos se mantienen con las luces apagadas y solo en unos pocos pueden encenderse para realizar las terapias lúdicas. A pesar de esto, ningún menor de edad está aislado.

“Nosotros vamos con gabacha y con visera porque eso hace que los niños nos vean diferente porque ellos, por ejemplo en plástica, ven un doctor y lloran y entran en pánico porque el proceso de ellos es muy doloroso”, expresó Alexandra Rivas de 19 años, estudiante de Psicología en la UCA, que realiza sus horas sociales en la ludoteca.

Ya en la especialidad, el coordinador pide indicaciones a la enfermera y hace una revisión rápida en los cubículos. Los voluntarios que lo acompañan comienzan a seleccionar los juguetes y el material a usar, luego de lavarse las manos con el protocolo que indica un cartel frente al lavabo. La higiene que se mantiene es increíble, bien detallada y calculada.

La mayoría de los pacientes tienen menos de cinco años. Basta una mano para contar a los que pasan de esa edad. Los papás de los pacientes que pueden movilizarse, van al espacio común junto a los niños para la terapia. Grisel Nieto de Morales junto a su hijo Antony, de un año, se asomaron para sentarse en una de las bancas.

—Hola, muñeco— lo saludó María José Ferrufino, de 19 años, voluntaria y estudiante de Órtesis y Prótesis en la Universidad Don Bosco.

—Hola, decile— le dice Grisel al niño—es bien coqueto— le cuenta a María José.

Pero Antony no parecía coqueto, sino penoso. Dio la espalda y se volvió hacia su mamá. María José y Grisel se quedaron conversando por un minuto y cuando la mamá sintió la necesidad, comenzó a desahogarse.

—No ha vuelto a ser el mismo. No queda ni sombra de lo que era— dijo mientras cargaba a su hijo y una lágrima se asomaba por su ojo derecho—, estoy pensando en llevarlo a un psicólogo cuando esto termine.

María José la escuchaba atenta y sin dejar de intentar llamar la atención de Antony.

“A veces los papás están ahí solos y quieren ser escuchados”, me dijo luego María José, una vez terminada la jornada. “Ahora en plástica, la señora que se nos acercó, ella quería desahogar bastante, tenía rabia de lo que le había pasado a su hijo y así hay bastantes papás que se ponen a hablar con uno, a hablar de la enfermedad, y uno también tiene que saber darle una palabra”.

Hace una semana, Antony se quemó mientras comía, con una sopa caliente. La quemadura comprende el lado derecho de su tronco, una parte de su mandíbula, de la mejilla y de la oreja.

Grisel bajó a Antony para sentarse en la banca. Él intentó girarse para volverse hacia su mamá.

—Con cuidado, mi amor, que ahí estás lastimado.

Pero en ese momento a Antony solo le interesaba darle la espalda a todos. Giró sobre su lado derecho y lloró. Su mamá lo cargó y lo sentó con ella.

La terapia comenzó y todos debíamos participar. Con gabacha y una visera en forma de flamenco, por un día, me convertí en una voluntaria más. Siempre se inicia con canciones acompañadas de coreografías sencillas. Alguien dirige y los demás repiten, punto a favor para quienes no estamos tan familiarizados con las letras y la dinámica.

Luego, Silvio guió la terapia, contó dos cuentos. Todos improvisamos y comenzamos a actuar todo lo que Silvio iba narrando, incluido él, que no dudó en ser el lobo de Caperucita Roja, y el dragón en otro cuento no tan conocido. Pero en esos momentos, las sonrisas se vuelven las protagonistas. Sonrío. Los ludotecarios y voluntarios sonríen, deben sonreír en todo momento, los papás y los niños sonríen. Grisel había llorado un poco más, seguía secándose las lágrimas, pero también sonreía.

—Debés saber dejar las cosas de tu vida personal para darle lo mejor a los niños— me comentó Silvio, ya fuera de la terapia.

— ¿Creés que se necesita ser fuerte emocionalmente?

—Sí, se necesita. Cuesta, porque aunque digás “voy a estar jugando con el niño”, se te viene a la mente algún recuerdo que tuviste con otro paciente que ya murió. Ya me ha pasado, digo “voy a tratar de dejar a un lado esto”, y después viene una cadena de pensamientos. Te acordás que a este niño le gustaba este juguete, pero no, ahorita me tengo que concentrar en el niño con el que estoy.

Silvio continúa contándome sobre su trabajo y esfuerzo hacia los pacientes hasta recordar el caso de Sebastián.

— Como ludotecario, ¿cuáles son tus miedos?

—El hecho de llegar a un especialidad y saber que el niño con el que jugaste puede estar mal o está a punto de partir, que ya no lo vas a poder ver, que quizás no diste lo mejor en la terapia o no pudiste llevar algo que había pedido. Creo que es ese miedo de no poder ser el mejor compañero de juego o no poder llevarle esas palabras que necesita o las que el niño quiere.

Desafíos en la calma

 Oscuros por la escasez de ventanas y con líneas de colores pintadas en el piso cuyo objetivo es dar direcciones, los pasillos del hospital conducen desde el área de emergencias, que está frente a la ludoteca, hasta el ascensor donde es más fácil subir a los niveles por el peso de la caja en la que se llevan los juguetes. Al caminar por ellos, ya se empieza a ver la emoción que causa en los niños ver los animales en las viseras de los ludotecarios.

El ludotecario Silvio Molina mientras conversa y realiza la terapia lúdica con un paciente de Neurocirugía. Foto por: Elizabeth Pinto.
El ludotecario Silvio Molina mientras conversa y realiza la terapia lúdica con un paciente de Neurocirugía. Foto por: Elizabeth Pinto.

“En Neurocirugía suele pasar con los estudiantes que ven a un niño y lo ven con la cabecita grande a tan temprana edad, es bien difícil”, me explicó Silvio mientras nos dirigíamos al sexto nivel, donde está Neurocirugía. “A veces los médicos, cuando alguien se pone mal, entran y ves alrededor de los bebés a las enfermeras y al personal de salud, es como bien difícil ese tipo de situaciones y eso influye bastante en vos”, continuó.

En efecto, la mayoría de los pacientes son bebés, muchos recién nacidos y aún en incubadora. Los cubículos, con tres a cuatro camas en ellos, están divididos en dos filas y en el ancho pasillo del centro está el escritorio y gabinetes de las enfermeras. El espacio común está enfrente, pero la terapia no se realiza aquí esta vez. El ritmo y movimiento en Neurocirugía son bastante tranquilos en comparación a Cirugía Plástica. Silvio y los dos voluntarios que lo acompañaron se dividieron y cada uno fue a un cubículo.

Silvio llevó un rompecabezas y se lo dio a Melany, una niña de siete años que se golpeó la cabeza cuando ella y su hermano cayeron de una motocicleta en un accidente. Su hermano fue dado de alta hace una semana. Ella debe permanecer hospitalizada por unos días más. Su mamá la acompaña en todo momento. Mientras Melany armaba un rompecabezas y me contaba de su perra Blacky y sus dos pericos, Kiko y Kika, Silvio conversaba con la mamá.

Aunque el trabajo principal de la ludoteca es tratar con los niños, también se realizan actividades con los papás. “Hay que saber qué decir, no solo a los niños sino también a los padres de familia”, me mencionaría Silvio luego de haber salido de Neurocirugía. “A veces preguntan cosas, “mire, ¿y verdad que mi niño va a estar bien?” y aunque vos sepás cuál es el diagnóstico, no sabés si es mejor darles esperanza o ser un poco más realista”.

En el cubículo de enfrente había una escena curiosa. Los cuatro pacientes en él eran bebés por lo que no se podía jugar con ellos. Se puso música para relajar el ambiente. Ahí estaba el voluntario Marlon Inglés, de 25 años, cuya labor ese día consistió en dar terapia a los papás de los pacientes que estaban en el cubículo.

“Los papás allá arriba siempre están tensos, están con miedo, con esa incertidumbre de qué va a pasar, qué le van a decir los médicos, porque son ellos quienes dan las noticias, positivas o negativas”, expresó Marlon luego de la terapia de esa tarde.

Marlon es estudiante de cuarto año de Psicología en la Universidad Tecnológica. Lleva más de dos meses en la ludoteca por horas sociales y llega todos los miércoles junto a otro compañero de carrera.

Se acercaba a cada uno de los papás para conversar un poco con ellos. Pasados unos minutos, iba al espacio común, donde estaba la caja de juguetes. Sacaba material y regresaba. A pesar de que ese día había cuatro padres de familia en el cubículo, él solo trabajó con tres, un papá y dos mamás, quienes decidieron colorear y armar rompecabezas, todos por su cuenta. Más tarde, me explicó qué pasaba con la cuarta mamá, con quien no trataba por primera vez.

—Con ella son como cuatro veces que nos vamos viendo— afirmó cuando hablamos —todos los miércoles que he venido nunca ha querido interactuar, ahora que estuvimos ahí arriba la abordé y me dijo que tampoco quería hacer ninguna actividad, nunca ha querido, con nadie, siempre solo para su hijo, está bien delicado el niño y lo entiendo por esa parte, pero voy a seguir tratándola.

— ¿Cómo hacés para acercarte a los papás?— le pregunté.

—No se llega solo que “mire, ¿quiere pintar?, ¿quiere jugar?”. No, no se trata de eso porque te van a decir no. Por ejemplo, podés llegar y decir las famosas palabras mágicas: “hola, ¿cómo está?” más una sonrisa, entonces ellos ya comienzan así a prestarte atención. Tenés que ser super sensible con ellos.

Perder los miedos

Ambas jornadas tienen un final en común: la evaluación. Los voluntarios salen de la ludoteca y se sientan en alguna de las mesas que están fuera. Cuentan cómo les fue en la terapia, si tuvieron problemas con papás o pacientes, además de dejar salir todo aquello que puede inquietarlos emocionalmente. Pero mientras esto ocurre, los ludotecarios siguen trabajando adentro, no participan en la evaluación.

Un par de días después, me reuní con Silvio, fuera del hospital. Entonces, le pregunté cómo ellos, los ludotecarios, se descargan de tantas situaciones que viven día a día en las terapias.

—En la ludoteca hay actividades que buscan la descarga emocional. Una vez al mes, por lo menos, tenemos una actividad de autocuido, cada tres meses salimos fuera de la ludoteca para compartir y convivir con los compañeros.

— ¿Y cómo hacés vos para manejar todas esas emociones?

—Se trata del autocuido también. Cada uno tiene la forma de cómo descargar todo ese tipo de emociones. A mí en lo personal me gusta salir a correr, hacer ejercicio, jugar futbol, es la forma en la que yo me desahogo. A veces también pinto, puedo escribir, hablar con alguien, entonces cada uno tiene quizá identificada su forma de descargar todo eso, más que estamos expuestos todos los días.

Luego me cuenta sobre su trabajo en la ludoteca y cómo llegó ahí. Habla de los días buenos y malos que ha tenido, de sus experiencias con papás y niños. Conversamos unos minutos más y antes de terminar, le pregunto con curiosidad:

— ¿Qué se necesita para ser un ludotecario?

—La disposición. No necesitás mucho, solo la actitud de querer jugar con los niños y poner tu forma de ser a su servicio. Media vez vos perdás tus miedos, ganás una sonrisa, ganás un montón.

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